Del silicio al alma: cuando la tecnología se convierte en arte


 

Me he permitido escribir un artículo que quiero compartir porque puede que a alguien le puede gustar y hacer reflexionar.

Del silicio al alma: cuando la tecnología se convierte en arte

Por Aurelio Mendiguchía

Vivimos rodeados de tecnología. Avanza a una velocidad difícil de asimilar: procesadores cada vez más veloces, diagnósticos médicos por imagen, coches inteligentes, inteligencia artificial que simula nuestros propios pensamientos… y sin embargo, hay algo en este vértigo que nos deja vacíos. ¿Qué nos está diciendo este progreso sobre quiénes somos realmente?

Me he hecho muchas veces esta pregunta. Y con el tiempo, ha empezado a aparecer en mí una certeza: lo que producimos tecnológicamente es efímero, pero lo que creamos desde el arte es eterno.

El precio de lo útil

Cada avance técnico tiene, en su momento, un valor altísimo. Un microchip, una máquina médica, un móvil recién salido al mercado. Pero ese valor es pasajero. Lo nuevo dura poco. Enseguida es sustituido, mejorado, olvidado. Y cuando deja de ser útil, simplemente se descarta.

La producción industrial nos ha enseñado que todo se deprecia. Un ordenador puntero hoy es un trasto mañana. No porque haya dejado de funcionar, sino porque hay otro más rápido, más delgado, más eficiente. El valor, entonces, no está en el objeto, sino en su aplicación. En lo que "sirve".

¿Y qué ocurre con lo que ya no sirve? Se convierte en basura. Montañas de basura tecnológica. Placas, chips, cables… residuos que alguna vez fueron lo último en innovación.

El arte no caduca

Frente a esta lógica de obsolescencia, el arte plantea otra verdad. Una obra de arte no envejece: permanece. El David de Miguel Ángel, una pintura de Rothko, una sonata de Chopin… siguen hablándonos a pesar del paso de los siglos. Su valor no está en su funcionalidad, sino en su capacidad de emocionar, de conmover, de despertar algo profundo.

¿Por qué sucede esto? Porque las obras artísticas no son simples objetos. Llevan en sí el aliento de quien las creó. No sirven “para algo”; simplemente son. Y en ese ser, residen su fuerza y su belleza.

El arte no se puede desechar. Ni medir por su utilidad. Está en otro plano: el del espíritu.

¿Nos salvará la tecnología?

A menudo se nos dice que la ciencia y la tecnología son las que nos salvarán. Y sí, han mejorado nuestras vidas de muchas maneras. Pero no es ahí donde reside nuestra humanidad. Las máquinas no sienten, no sueñan, no recuerdan. La inteligencia artificial podrá imitarnos, pero no podrá ser nosotros.

Lo que nos hace humanos es la creatividad, la emoción, la capacidad de imaginar. El arte no es un adorno: es una necesidad profunda. Es lo que nos conecta con algo que no se puede cuantificar ni programar.

Una transformación poética

Con estas ideas en mente, decidí actuar. Empecé a recoger componentes electrónicos desechados: procesadores, placas, discos duros. Lo que antes tuvo un gran valor técnico, hoy no valía nada. Pero en lugar de verlo como basura, lo vi como materia prima para otra cosa.

Convertí esos residuos tecnológicos en esculturas. Creaciones únicas, nacidas de lo descartado. Un viejo procesador Pentium —fabricado por millones— se vuelve único cuando forma parte de una obra irrepetible. Deja de ser solo un componente: pasa a ser un símbolo, una metáfora, una expresión artística.

Al hacerlo, esos fragmentos recuperan una nueva vida. Ya no importan por lo que hacen, sino por lo que evocan.

Humanidad reciclada

Tal vez ese sea el gesto más profundamente humano: dar sentido a lo que parece no tenerlo, transformar lo desechado en belleza, lo obsoleto en símbolo. En un mundo que avanza sin mirar atrás, el arte nos invita a detenernos, a mirar más hondo, a volver a sentir.

Y quizás, en medio de tanto silicio, bits y algoritmos, lo único verdaderamente salvador sea eso: seguir creando.


Share/Bookmark